El mito de las matemáticas complejas en las inversiones
En 1937 se publicó el libro infantil escrito por el Dr. Seuss y Robert Carington titulado “Y pensar que lo vi por la calle porvenir”. En él se cuenta como un niño, Marco, que volvía a su casa del colegio, observó un caballo que tiraba de una carreta en la calle Porvenir. Marco, sabiendo que su padre le preguntaría al llegar a casa, pasó todo el camino adornando la historia para impresionar a su padre. Sin embargo, cuando Marco llegó a casa y vio la mirada seria de su padre, se descompuso ante su autoridad y acabó diciéndole la verdad, que simplemente había visto un caballo tirando de una carreta por la calle Porvenir.
En la industria de las inversiones vemos a diario historias similares a la de Marco, pero con una diferencia, no existe tal autoridad (el padre) que evite que la historia que nos cuentan no se ajuste a la realidad. Es más, los propios participantes de la industria adornan tanto sus productos, que el campo de las inversiones es presentado como algo extremadamente complejo, donde confluyen fórmulas matemáticas muy difíciles de comprender, infinitas estadísticas y una tecnología sofisticada que permite fantasear todo lo que se desee con algoritmos de diversa índole. Pero, ¿es esta la realidad?
La respuesta es sencilla, no. Sin ir más lejos, en la industria farmacéutica se emplean fórmulas matemáticas y algoritmos mucho más complejos que los utilizados en el campo de las inversiones, pero aquí las leyes son mucho más estrictas en cuanto a qué y cómo se publicitan los distintos productos, impidiendo que los números mostrados y la historia detrás de ellos alejen al cliente de la realidad.
Como veremos a continuación a través de dos ejemplos, las matemáticas en el mundo de las inversiones distan mucho de ser complejas, aunque nos intenten convencer de ello, y, en muchas ocasiones, suelen utilizarse como instrumento de venta, más que para resolver problemas.
i) El primer ejemplo es la valoración de compañías. Existen multitud de gestores de inversiones que afirman ser capaces de obtener rentabilidades superiores a las del mercado seleccionando sistemáticamente aquellas empresas que, según sus “complejos” modelos financieros, están infravaloradas y obtendrán un mejor rendimiento que el mercado en el futuro. No obstante, existe un problema, las matemáticas son exactas, mientras que las valoraciones de empresas no, pues estas dependen fuertemente de los inputs utilizados, donde entra el juicio del gestor y, en muchos casos, son subjetivos. Adicionalmente, esta valoración de la compañía no tiene por qué reflejarse en la cotización de la acción. Tal vez en el largo plazo sí, pero en el corto y medio no tiene por qué, lo cual añade mucha complejidad para los inversores.
En resumen, por mucho que alguien nos quiera convencer, la valoración de una empresa no se puede simplificar a una fórmula matemática, y el gestor tiene la responsabilidad ética de transmitir las limitaciones de estos modelos de valoración a sus inversores, algo que no siempre sucede. Sin embargo, lo que sí suele suceder es una venta activa de la complejidad del modelo mientras se hace uso de múltiples tecnicismos para engalanar aún más el producto y cobrar comisiones superiores.
ii) El segundo ejemplo versa sobre diferentes productos de inversión que afirman construir modelos matemáticos a partir de la teoría desarrollada por Harry Markowitz, premio Nobel de economía. El objetivo de la teoría de Markowitz es optimizar carteras, o lo que es lo mismo, tratar de discernir qué combinación de inversiones aportarán la mayor rentabilidad posible para un determinado nivel de riesgo. El problema con este modelo es que parte de varios inputs que no son conocidos, como son la rentabilidad esperada, la volatilidad (riesgo) esperada y la correlación esperada de los distintos activos (cómo se mueven unos activos con respecto a otros). En estadística hay un dicho bastante popular, “un modelo es tan bueno como lo son sus inputs”. Es decir, la calidad de los inputs definirá la calidad del modelo.
En consecuencia, cuando diferentes analistas tratan de construir el modelo mencionado, obtienen resultados sin sentido, como que el inversor debería invertir el 100% de su patrimonio en hedge funds, private equity o renta variable emergente. Entonces, ¿qué hace el analista/gestor? pues es sencillo, simplemente modifica los inputs hasta obtener resultados más coherentes para su objetivo (que en muchos casos es un objetivo comercial de venta de algún producto). En resumen, las matemáticas que se usan para los modelos se utilizan para justificar un resultado que parezca razonable con el fin de reforzar el proceso de venta, pero en ningún caso aportan soluciones mágicas.
Como hemos visto, invertir no es tan complejo como nos cuentan, pero el problema reside en quiénes usan las matemáticas para vender un producto. Estos saben dos cosas: i) que al ser humano le atraen más los asuntos sofisticados. No obstante, mayor complejidad no tiene por qué ser sinónimo de mayor rentabilidad o mejores procesos de inversión y, ii) que la mayoría de los clientes no suelen comprobar las hipótesis que subyacen de cada producto, por lo que no tienen forma de comprobar hasta qué punto es cierto lo que les cuentan.
En conclusión, ante la ausencia de una autoridad que prevenga a ciertos actores del mercado a engalanar los modelos cuantitativos y las historias milagrosas sobre las inversiones propuestas, los inversores deberían ser más escépticos, requiriendo una mayor transparencia acerca del funcionamiento, los riesgos y los costes de las inversiones. De esta forma, podrán evitar inversiones que no comprendan del todo, evitando meterse en líos, o pagar comisiones excesivas por productos que, en realidad, no lo justifican.
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